Déjame quedarme aquí



Viajo en el tren hablándome. Con los audífonos puestos y diciéndome cosas. Y nunca me sentí desequilibrado por eso. O no sólo por eso. Lo que sí, es que al hacerlo-con alguna también desequilibrada frecuencia-recibo miradas que denotan cierta extrañeza. Esta vez, se trató de una chica de unos veinte años quien me observaba con gesto de no entender que tanto me decía a mí mismo. El caso, era que estábamos frente a frente lo que volvía imposible evitar mirarnos. Entonces, acerqué a mis labios al micrófono del dispositivo hands free de mi teléfono móvil, seguí hablando y le devolví la tranquilidad a su cara. Con lo que, quiero creerlo así, ya no creyó que estaba loco. Igual y pienso que nunca hay que fiarse en demasía de lo que parecen decir mis actos. No obstante, antes de bajar en la estación de mi destino dejé caer el cable del micrófono y dije pausadamente casi sin despedir sonido: “Hablo solo, estoy loco”.

Bah, solo la quise joder un poco.

Ya luego me fui riendo.

Después de unos minutos, caminaba observándolo todo, escuchando “Let Down” de Radiohead a todo volumen y tocando una guitarra imaginaria en medio de la calle. Otra vez-sí, otra-me miraron como si estuviese chiflado. Lo que, ahora que lo pienso, probablemente sea cierto: un poco loco estoy.  

Y fue, precisamente, por alguna clase de demencia que acepté volver a verla.

De todos modos, ya estaba por entrar a ese lugar y ya no era momento de pensar en nada. Todavía le temo. ¿Para qué negarlo? Pero, tampoco, es que buscara ocultarlo. Es sólo que no andaba seguro si aún me temblarían los labios si me volviese a clavar su clásica mirada con la que me decía-así clarito-que era mi dueña. Que era suyo y de nadie más.  Y: “Que se jodan todas”, como ebria gritó mirando a todos lados alguna vez en mi bar preferido que lucía repleto de todas mis amigas. Era mi cumpleaños.      

Llegó. Me besó, como siempre, la frente y se sentó. Guardé mi teléfono, me saqué los lentes y los puse encima de la mesa. Luego la miré fijamente y cerré los labios. Después, respiré un tanto exagerado como para darle algún sonido al ambiente y que eso consiguiese ofrecerle un intervalo de calma a nuestro tenso cruce de miradas.

—Elegí este lugar para ti, ¿llegaste bien? ¿Te gusta? —dijo y preguntó un tanto nerviosa.  
—Estamos lejos de todo, está bien. Me gustan así, sin mucha gente—dije sintiéndome el dueño de ninguna situación. 
—Te conozco bien. Como na-di-e— sentenció.    

Tomaba un vaso con limonada helada cuando me quedé en silencio. En ese instante pensé en lo mucho que me gustaba que incluso desde el inicio de nuestra conversación ella estuviera en desacuerdo con casi todo lo que dije. Creí, sin temor a equivocarme, que era su mejor forma de demostrarme que estaba orgullosa de mi influencia sobre ella.

Y olía muy rico todo el ambiente. Era ella, obvio. Con lo que comprobé que los olores son vehículos que consiguen hacerte sobrevolar sobre una especie de escenografía mental de momentos vividos.

—Antes de irte, abre el cajón que está a tu derecha—le dije no queriendo parecer tan amable y mucho menos cariñoso. Era su jefe, al menos en lo laboral.
— Está riquísimo, gracias—dijo visiblemente emocionada y sorprendida por el perfume que le había comprado y obsequiado.
—Estuve buscando una fragancia que huela a ti. Esa eres tú. Huele y sabe a ti—dije bajando la guardia por unos pocos segundos.

Ya pasados los años, ahora que estamos sentados en la misma mesa y frente a frente, siento como un ligero viento trae hacia mi esa misma fragancia. La sigue usando.

Me alegró eso, lo confieso.

Todo es rebatible, quedarse callado es una gran cojudez. Eso le solía decir cuando era mi asistente estrella y arma letal en los juicios imposibles. Para la carrera, no le bastaba con ser linda; tenía que tener muchas lecturas encima y así se lo repetía siempre que podía. Por ese entonces, incidía en que no lo tenía que tomar como una simple afición, sino incorporar la buena lectura como parte de su aprendizaje de vida. Leer, tenía que entenderlo, le permitiría tener el verbo que necesitaba para desmoronar las más sustentadas pretensiones de cualquier caso legal.  

Y debía ser pendeja, muy pendeja. En el buen sentido, claro.      

Poco a poco, mientras la conversación avanzaba y transitábamos temas triviales fue que llegamos a donde esperábamos arribar: lo personal. Me dijo, ahora sí del todo nerviosa, que su enamorado le había propuesto que sean novios y que había aceptado. Entonces, inferí que ese era el objeto del almuerzo. Por primera vez en toda la tarde, se hizo un silencio vacío de todo. Fue como oír ese sonido que no conozco, pero que presiento debe ser igual al que vivía en ese momento: el de la muerte.  

¡Es que no podía ser! ¡No! Me estaba anunciando su casamiento mi mejor pupila, mi mejor hechura y, principalmente, mi mujer. En ese segundo, perdí mi sentido de la perspectiva, perdí el sentido del humor e igual la felicité. Me puse de pie y la abracé como el amor de su vida que soy.

En adelante, y para su entrante nueva vida, ya poco habría de importar que ella ame la música que yo quise que escuche, que muera por los autores que yo decidí le convenía leer a ella, que todavía compre su ropa en las mismas tres tiendas a las que la llevé buscando resaltar su hermosura, que hable exactamente igual a mí y que me ame tanto como yo a ella.

Como dice Fuguet: “Al final, amar tiene algo de mentira”.

Llegó la comida justo cuando me estaba diciendo que nunca fui una persona normal.

Nunca quise serlo, le dije.

En eso, ella agregó que la historia de mi vida estaba atestada de indecisiones y que esa era mi debilidad. Dijo, además, que nunca tuve los “huevos” de querer como la gente. Que todo lo estupendo que a su juicio soy, se ve desmoronado por lo oscilantes que pueden llegar a ser mis sentimientos. Y que su novio no era así, que él sí sabe lo que quiere: ella. 

Me contaba de él y yo caía en la cuenta de la verdadera razón por la que había insistido tanto en estar sentada otra vez frente a mí.  Todo lo que le celebraba a su novio eran justamente sus debilidades. Pero ella, a ese momento, prefería la seguridad. Y él se la daba. Pero, claro, aquel individuo-de lo tan enamorado que anda-no le objeta ni media palabra a la mujer fantástica que tiene al lado. La que "hice" para mí y que él ahora disfruta. A mi mujer.

Luego de ello, y sin ninguna intención de revancha, le hablé en detalle sobre ella. De la chica que actualmente me gusta. A ese momento, su mirada quedó inerte; miró mi teléfono como queriendo arrancármelo y hurgar de quien se trataba. Después de eso, ya solo hablé de ella y sus circunstancias. Ya al final, le comenté que a ese momento ella estaba en Madrid por un mes y que habíamos decidido hablar sobre decisiones mayores a su vuelta.   

—La quieres—dijo no sé si en tono de pregunta o afirmándolo.   
—No sé, me gusta que no jode. Ya, fuera de bromas, es una estupenda chica.    
—La quieres, lo que dije fue una afirmación. Es que nunca me hablaste tanto de alguien. Llevas una hora hablándome de lo supuestamente genial que es.
—¿Y? Si de ti sigo hablando, cojuda. Apareces en muchas de mis conversaciones, te nombro más de lo que quisiera. Ya luego te alucino haciéndolo con ese imbécil y me olvido. 

Nos sentimos extraños de estar aconsejándonos el uno al otro. Ella me daba los tips para ser menos yo y parecer ese chico enamorado que toda mujer quiere ver. Yo, por mi parte, le aconsejaba que lo mejor que podía hacer era ser como fue conmigo, que con la mitad de esa faena lo tendría comiendo de su mano al bobo de su, ahora, novio.  

Pagó la cuenta mientras yo seguía hablando de la chica que me gusta. Me dijo que era evidente que esa chica estaba enamorada de mí y que también era clarísimo que me conocía mucho, porque solo alguien que tuviese mucha información de mi habría logrado encandilarme de esa manera. Agregó que decida si me interesa y que sólo en ese caso hable con ella a su vuelta de Madrid. 

—Ya no estás para joderle la vida a nadie. Habló la víctima—dijo riéndose.

Caminábamos de vuelta a su trabajo cuando discutíamos cosas ya de nosotros, hasta cuando intempestivamente me dijo que lo mismo que le hice a ella se lo estaba haciendo a la que estaba en Madrid: hacerla abrigar esperanzas de un futuro y de una familia feliz que jamás tendrá conmigo. Fue, entonces, que discutimos fuerte. Le dije que ella tampoco fue una carmelita descalza de convento y que sabía que también tuvo parte de culpa en aquel final. Después, le grité-en tono de jefe-que nunca había estado tan interesado en alguien como lo estuve por ella. Todo se puso como en modo pausa en ese momento y pude ver cómo le brillaban los ojos.

E igual reclamó mi desidia.

En eso, la traje con dirección a mí tomándola de la cintura. Ella parecía ser una seda avanzando entre mis brazos hasta tenerla a medio centímetro de mi nariz. Inesperadamente, me besó muy cerca a los labios y apoyó su rostro al mío. Pocos minutos después, me separé lo más amable que pude.

Llegamos a su oficina y me hizo entrar para enterarse más de ella. El tema la cautivaba. Pero me cuidé de no decir su nombre completo, para evitar despertar a la “sabuesa” que años antes formé y decida investigarla. Pasamos otra hora hablando de la chica que me gusta, hasta cuando tuvo que pasar por ahí su jefe para que ella decidiese retornar a sus labores.

Un almuerzo de tres horas es un privilegio que pocos nos permitimos.  Me agarró el rostro y me besó esta vez sí posando sus labios en los míos.  Y se fue así como llegó a mi vida: abruptamente. 

“Quiero saberlo todo de ella, quiero que me digas que quieres tú, para qué y sobre todo por qué. Me avisas”, me escribió por Whatsapp un minuto después que se fue.    

No quise saber nunca más de ella. Y no por molestia o por no sentir ganas de verla u oírla, sino por algo muy mío: el respeto a la historia. Simple: lo que está escrito, inicia y termina en un justo momento. Ni antes, ni después.

Pero hoy es sábado, es de noche, en mi estudio suena la misma canción de Radiohead, acabo de descorchar un vino y hoy que publico la historia semanal en mi página de relatos te la he querido dedicar.

Entonces, muchachita ojos de papel, te dejo por aquí un pedazo de mi corazón, en forma de texto despechado, como regalo de bodas.

Sí, para ti. 

Sé feliz.      

Vuela tan alto como puedas.

Y a mí.... 

Déjame quedarme aquí.