Esperando nada


Conociéndola me estaba conociendo a mí. Eso lo tuve claro a los cinco minutos de alternar con ella en la barra de ese bar. Por eso, tiempo después, no me sorprendería su singular forma de querer: siempre con el radar prendido e invariablemente en estado de alerta por si alguna mejor presa se dejaba avistar en el bosque de su vida. Y más me vi reflejado en ella, cuando caí en la cuenta que siempre mantenía el freno de mano a la vista. Así igualito era yo. Quizás por eso le tuve mucho miedo. Tal vez, a eso se debió que aunque reconozco que me volteó la cabeza como a una media, igual le temí y me fui. Es que si bien me adoro, no iniciaría nada conmigo mismo. Ni hablar.

Y tú eras yo.

Lo único que hice mal fue irme pronto. Eso, en serio, lo asumo como un grave error. Fue como ir al mejor bar a beber una sola copa de algún delicioso licor y luego tener que forzosamente partir. Es que, en suma, yo no sabía que me dejaría con el diente picado. Queriendo más de ella.

Lo bueno, o malo, según sea el caso, es que en la actualidad ni yo soy el eterno aspirante a escritor, ni ella la escurridiza mujercita de ese entonces. O, bueno, al menos ahora ya soy la mejor tentativa de escritor que desconoce mi ciudad. E intuyo que ella la misma mujer inconforme de siempre. Y la genial de nunca.

Ayer la volví a ver. Y todo fue una inquietante sucesión de flashbacks: cuando ella hablaba de su actualidad, o sea, de sí misma, parecía también relatar nuestros tiempos. Esos en los que ella decía estar  interesada “a su manera” en mí y yo, por mi parte, lucía temeroso de complicarme la vida con una chica tan parecida a mí. Con algunos años menos, claro.  

Nerviosa. Eso se notaba en sus mejillas, las que todo el tiempo lucieron de un color cercano al rosáceo intenso. Como si la sangre le estaría fluyendo en furiosas idas y venidas y esto se exteriorizara ante mis ojos en su rostro. Como si pasara por emociones muy similares, o iguales, a irrefrenables orgasmos seguidos. ¿Y Yo? Yo, más bien, estaba muy tranquilo.

Ella se pasó la noche contando su poca suerte en el amor. Incidiendo en todo lo malo de aquellos muchos chicos que se interesan en ella. Y todas esas debilidades eran mis fortalezas, qué casualidad. Lo cierto, es que no me dejé manipular y conté muy fresco pasajes de algunas aventuras con todas esas chicas que, sospecho, ella nunca pensó que había tenido.  

Ella llenaba los silencios con cualquier palabra. Eso confieso que me gustó. En una parte de la noche dijo: “Yo no le doy mi número de teléfono a quien he conocido en un bar o discoteca. Ni loca”. A mí sí me lo diste, le dije. Sonrojada quedó. Luego dijo: “No llamo nunca a quien me gusta, parecería muy interesada y de eso no se tiene que dar cuenta el hombre”. Me llamabas siempre. Cuando sentías miedo, cuando estabas feliz, cuando te embriagabas, cuando oías una canción que querías recomendarme y también algunas madrugadas donde perturbada me pedías que no me enamorara porque tú no querías a nadie, así le dije. Ella me oyó y por unos segundos cerró los labios sin decir nada. 

—Igual tantas llamadas pudieron deberse a que ambos teníamos llamadas ilimitadas—le dije buscando bajar la intensidad del momento. Aún más sorojada dijo: “Debió  ser por eso”. Luego nos reímos con la misma intensidad.

Al final de cuentas, no entiendo para qué volvimos a juntarnos. Debe ser por eso que no le puse muchas ganas al reencuentro. Pero fui, que no es poco. Es más, esa  noche de martes deseé tanto que me dijera que se suspendía todo.  Pero no. Ella ya tenía todo listo.

Estuvimos cinco horas que pasaron muy rápido. Y no me da la gana de saber si eso fue un buen, o mal, síntoma. Lo real, es que sigo sin entender que esperaba ella que ocurra.

Sus penúltimas palabras tomaron forma de preguntas: “¿Y qué es una cita?, ¿Cuándo se puede decir que es una cita?” Como me tomó por sorpresa, solo me salió decir: “Cita es, creo, la de un sábado por la noche, cuando te vistes linda y antes pasas por el salón de belleza para que te pongan más hermosa de lo que ya eres” Otra vez nos reímos. No te pierdas, le dije. Nunca me pierdo, dijo. Hemos aparecido como milagro de Navidad, tampoco te creas que fue por cualquiera cosa, dijo sonriente mientras subía a su auto.

Después de eso, caminé un poco, encendí un cigarro y abordé un taxi pensando en dos cosas: en si no pudimos evitar profanar al sentimiento muerto de la que fue nuestra historia y en que debía escribir de ella. Y finalizar el relato con lo siguiente:"Hice lo que siempre pediste y nunca quise: escribí de ti. Desde la nada a la nada. Y lo hice, porque creo que tal vez eso sí merezcas y ya no mi amor". 

Ya está. Deuda saldada.