Dondequiera que estés


—A lo mejor, deberías contemplar la posibilidad que vuelva a casa—dijo el médico. 

—No—respondí mirando al suelo.

Estaba desolado. Buscaba inútilmente el arrancarle una esperanza al señor vestido de blanco que tenía en frente. Enseguida, lloré bajito como tratando de no hacer ruido y luego sequé mis ojos con la parte inferior del polo que llevaba puesto. 

—Ha empezado a irse, ahora sí —siguió diciendo el médico, mientras sentía las yemas de sus dedos apretarme el brazo derecho. 

Sin mediar palabra, abandoné ese consultorio y caminé por el pasillo hasta el salón donde esperaba mi familia. En esos pocos minutos hasta llegar, pensé lo contradictoria que es la vida pues era, justamente, yo—el primer nieto de entre siete hermanos y primer sobrino de mis tíos—quien debía llevarles la peor noticia de todas. Cuando fue mi nacimiento, dicen ellos,  la mejor noticia que pudieron recibir.    

En esos segundos, caí en la cuenta que nunca antes me encontré en una circunstancia siquiera parecida. Pensé de todo, desde cosas que me servían hasta las más tontas (o, quien sabe, realistas) como que luego de las lágrimas, tal vez, algunos de esos siete personajes iban a pelearse por apresurar la división de los inmuebles y muebles de mi abuelo. Entonces pensé que si existía un Dios—que dicen que todo lo decide—ojalá y se pudiese enterar que yo no esperaba recibir ni siquiera el botón de su camisa más olvidada. Yo, en cambio, solo pedía verlo fuerte diciéndome por muchos años más cosas como que nunca presuma de las cosas materiales que pudiese obtener, sino de los conocimientos que haya adquirido y, claro, su infaltable consejo que me alimentara sano y dentro de un horario que sea inamovible, porque el trabajo intelectual requería estar siempre bien alimentado. 

Retrocedo a mi zigzagueante vida de los diecinueve años, me ubico en ese momento y me envuelve una súbita desconexión del presente. Esa tarde almorzamos juntos. Casi siempre procuraba que coincidan mis labores de practicante explotado para poder llegar y conversar un rato con él. Le llevé una bolsa de caramelos de limón y, como siempre, él  se iba y metía sus caramelos preferidos en el primer cajón de su mesita de noche. En eso, salió y me retó a alzar un inmenso saco de arroz que no sé quién había puesto en la sala. —Levántalo, hijo, dale —me dijo. Lo intenté y no pude ni moverlo. —No es fuerza, es maña—como todo en la vida, aprende—siguió diciendo mientras ya el saco de arroz lucía encima de sus hombros.

Esa tarde lo noté más elegante que de costumbre y olía a su clásico perfume “amaderado” que usaba solo para ocasiones especiales. Lo vi y pensé que mi vestir no era tan distinguido puesto a su lado. Llevaba una impecable camisa blanca que yo le había regalado alguna vez en el día del padre, pantalón azul y en la mano una chompa delgadita también azul y de rayas horizontales plomas. Dijo que se iba a una reunión con sus excompañeros de trabajo de la fábrica de vidrios donde prestó servicios por casi treinta años. Estaba contento. Sin dejar de mirarlo, sonreí y saqué un billete que no me quiso recibir.  Guárdalo para tu título—dijo mientras cerraba la puerta al irse.   

Vuelvo.

Seguí caminando y ya les podía escuchar las voces. Estaban todos. Hijos, nietos y hasta bisnietos. Cuando llegué al final del pasillo y doblé a la derecha no sé de donde saqué fuerzas y les comuniqué que esa misma noche me llevaba al abuelo de vuelta a casa. Que él me lo había pedido y que, además, su médico recomendaba eso. Les dije que nadie debía llorar porque el abuelo estaba lúcido y que para malos ratos ya había tenido  suficientes al haber sido trasladado de tantas Clínicas. Nadie respondió nada y solo atinaron a asentir con la cabeza. Solo mi madre abandonó el salón. Después, me asomé por la ventana y la pude ver abajo en la calle tomándose la cabeza llorando. Yo seguía fuerte.

Regreso al pasado otra vez.

Esa noche estábamos, ahora sí, todos muy elegantes. Mi abuelo con un saco negro, camisa blanca, corbata de seda y unos zapatos que parecían de charol de tanto que brillaban. Salí desde donde estaba con mis pares sólo para ver si ya había llegado. Estaba con mi toga, me estaba graduando en un espléndido salón de un lindo hotel. Lo vi y nos abrazamos fuerte. Me miraba con cara de orgullo y yo estaba feliz de regalarle ese momento a sus ojos.  
   
—Abuelo, cuando me llamen al estrado vas a escuchar bien lo que se diga, ¿ok?—le dije antes de volver con los otros graduandos.

Cuando me llamaron, y mientras caminaba, lo buscaba entre la gente y le pude ver esa inmensa sonrisa con la que me gusta recordarlo. “Porque tú me enseñaste a hacerlo todo con amor. Para ti, querido abuelo, es esta meta cumplida”, fueron algunas de las palabras que dijo el animador mientras oficialmente me graduaba en la carrera de Derecho y Ciencias Políticas.  Al salir, nos fuimos a un restaurante de parrillas a celebrar con mi familia. Él, como siempre, ocupaba la silla del extremo derecho y yo a su lado intentando seguirlo en su agudo sentido del humor. En un momento de la noche, se fue a los servicios higiénicos y tardaba en volver. Lo busqué con la mirada en el pasadizo que conducía a ellos y ahí lo pude ver haciéndome señas para que me acerque. Me paré y me dirigí a darle el encuentro, llegué y lo vi con los ojos llenos. Entonces, sacó una especie de pañuelo de seda el que doblado parecía llevar algo dentro. Lo abrió y era un lapicero hermoso. Brillaba muchísimo y nos podíamos ver reflejados en el mismo.

—Salgo más cabezón en ese maldito reflejo—le dije y nos reímos de eso.

—Este te va a servir de mucho, hijo. Estoy tan orgulloso de ti—me dijo entregándomelo.

Lo organicé todo. Con uno de mis tíos fuimos a contratar el servicio de enfermera y equipamiento clínico por veinticuatro horas, pero ya para su habitación. Mi abuelo desde que fue internado en su primera Clínica nunca más se pudo poner de pie. Otros de mis tíos fueron a acomodar todo en la casa para su regreso. A mi madre y a mi tía les pedí que se calmaran y que lleven comida porque todos íbamos a comer felices frente a él.

Con la puta pena adentro, pero juntos y con fe.

A mi abuelo, la medicina le dio tres meses de vida. Nuestra fe le regaló nueve meses más. Duró un año. Y fuimos felices, muy felices, y no nos amilanó ni siquiera el deterioro que el cáncer iba causando en él. Una madrugada, como otras tantas, me llamaron para decirme que se había puesto muy mal y que llegue pronto. No tuve duda que esa era la noche y me fui en el taxi pensando que el momento de despedirnos había llegado. Entré, lo vi y él apenas y pudo fijar su mirada en mí. Lo levanté con una inusual brusquedad y todos me miraron raro. Cuando lo tuve entre mis brazos ya había llegado el médico. El último movimiento que hizo mi abuelo fue recostarse en mi pecho para dormir para siempre. Todos quedamos en silencio. Entonces lo eché en la cama y salí de la casa. 

A solas, juro que me quebré como nunca antes. Casi como cuando termino estas líneas. 

Y, como siempre, tuviste razón: porque ahora que no tuve fuerzas para seguir, apareció esa mágica maña de la que tanto me hablaste para ayudarme a terminar de escribir estas líneas que espero puedas leer dondequiera que estés.