Tortuga


“Pareciera que uno aprende a decir las cosas cuando esto ya no sirve para nada”, en que olvidable párrafo habremos leído ese lugar común. Lo triste es que calza perfecto con nuestras circunstancias.

Soy un cobarde, ¿lo recuerdas?  

Por eso merezco estar donde estoy. Justamente aquí donde apesta a mierda, o no precisamente a eso, pero huele a muerte. Y entonces le sigo el rastro imaginario a ese ahumado olor y me aparecen nuestros domingos de carnes a la parrilla y resuelvo que huele muy parecido a esa grasa que se aferraba al fierro todavía candente.

¿Qué tal te va con él, todo bien?

Luzco desconectado de todo. Luego zigzagueo la mirada y la aterrizo en el oscilante botón numero diecisiete de ese tablero. No lo vas a creer, tu sueño preciado se va a hacer realidad: voy a arder en el infierno. Otro lugar común, soy un desastre como escritor. Pero sigue leyendo, que loco no estoy. O sí, pero me queda poco de serlo porque te estoy escribiendo desde mi celular y resulta que soy huésped  de un ascensor a punto de incendiarse.

Ahora sí, realmente, voy a estar como te gusta verme: on fire.

Y pienso en todo eso que ya no vamos a vivir.   

Ahora, y no antes, es que me digo que en esto nada tiene que ver que ahora mismo esté encerrado en el piso diecisiete, de un edificio de más de treinta, que allá afuera todo arda y que pronto vaya a correr la misma suerte. Nada de eso. Bien sabemos que lo que no dije, o no hice, data de mucho tiempo atrás.  

No tengo miedo. Apenas y me siento como si estuviese en la fila del paredón de fusilamiento y debiera aprovechar mis últimos minutos en recrear en mi mente cosas bonitas o, tal vez, escribirle mil mensajes a mi madre diciéndole en todos que me hubiese encantado estar a la altura de su amor. Pero no puedo. Pasa que pienso en esa última palabra (amor) y apareces tú. Es en este punto que me repito algo que, contradictoriamente, yo mismo escribí: Quien no se juega por ti, está jugando contigo. Y, puesto a confesar, debería decir que sí, que jugué contigo. Te enamoré desde mis pocos, pero firmes, atributos: mis letras. Ya cuando lo conseguí, me sentí como aquel actor que siempre fue extra y, de pronto, pasa a ser el protagonista de una película de millonario presupuesto. Como el eterno futbolista suplente de una pobre selección que fortuitamente ingresa a la final de un mundial y mete el gol del triunfo en el último minuto. O peor, porque ellos quizás si hubiesen valorado ese  inusitado golpe de suerte.

Yo no.      

Es debido a eso, que  tengo claro todo lo que ya no vamos a vivir. Porque si no son las llamas las que me consuman, lo hará esta culpa que arrastro y que es, acaso, una fuerza mayor a las mismas lenguas de fuego que habrán de saborearme en minutos.

Porque ya no vamos a hacer tantas cosas. Tantas.

Ya no vas a corregir mis textos. Ya no vas a caer desmayada de placer. Ya no me vas a decir un verbo sinónimo para que no repita mucho otro. Ya no vas a leer en voz alta mis líneas en búsqueda de una mejor sonoridad. Ya no vas a llorar pidiéndome que nada acabe. Ya no voy a llorar pidiendo una última oportunidad. Ya no vas a llenar mi refrigeradora con cosas que le arrebatabas a la de tu casa. Ya no me vas a decir lo mucho que supones llorarás cuando presente mi libro. Ya no me vas a defender del odio de tu mejor amiga. Ya no vamos a ir a ese cementerio lejanoy tristea visitar a la hija, de apenas días, que perdiste. Ya no voy a secar tu llanto en ese momento. Ya no vamos a pelearnos por quien pone la próxima canción de Charly García. Ya no vamos a ir emocionados a comprar  libros. Ya no te doy a decir que fuiste mi salvación. Ya no vamos a mandarnos citas textuales. Ya no me vas a insistir en que le ponga una fecha fija a nuestra boda. Ya no vamos a pasarnos horas tirados en el pasto de cualquier parque fotografiando flores. Ya no vamos a cocinar nuestros platos preferidos. Ya no vamos a hablar borrachos de esos temas que no se deben hablar ebrios. Ya no vamos a emocionarnos leyéndonos poemas. Ya no vamos a comernos con las miradas mientras almorzamos con mi madre. Ya no vas a dormir apoyada en mi hombro. Ya no vamos a manejar esa antigua bicicleta en el malecón en invierno. Ya no me vas a abrazar mientras lloramos viendo una escena tierna de una película. Ya no vamos a gritar un gol de Alianza Lima. Ya no vas a soñar conmigo y llamarme de madrugada para saber si estaba bien. Ya no me vas a ayudar a celebrarle el próximo cumpleaños a Santiago. Ya no vamos a pensar en los nombres de esos hijos de los que ya no vamos a ser padres. Ya no vamos a curar nuestras heridas. Ya no vamos a prometernos que jamás nos dejaremos. Ya no voy a hablarte más de ella. Ya no vas a imitar mis lerdos pasos de baile. Ya no vamos a vivir amarrados a lo que queda vivo de nuestro amor. Ya no te voy a decir que sigo aquí esperando que vuelvas. Ya no me vas a dar a entender que él es mejor que yo. Ya no vamos a planear esa vida junta que nunca vamos a vivir. Ya no vas a pensar en mí antes que en ti.    
      
Ya nadie te va a joder la vida, Tortuga.  

Nadie.